Ayer en la noche una llamada sorpresiva me hizo sentir especial. Aquella persona me dijo que por ser quien era y por todo lo que hacía merecía doble felicitación. Sin aquella llamada dudo que hubiese podido sobrevivir a lo que me esperaba al día siguiente...
Diez de mayo día de las madres usualmente festejado por las familias mexicanas y es una de esas fechas que no se perdonan y sirven para abarrotar comercios y restaurantes. Mi ilusión de festejar ese día y sentirme como en una postal de Hallmark abrazando a Julián y sonriendo todo el día era algo que quería realizar y que visualizaba como el día de madres perfecto.
Todo empezó mal, para variar aquellas discusiones matutinas que distraen mi mente de todo lo que me debo ocupar. Preparar una pañalera sin que nada falte es realmente una de esas hazañas que siempre me salen mal, usualmente porque mi mente tiende a dispersarse fácilmente.
Mi tía Esperanza y mi abuela, que básicamente es mi madre ya que ella me educo toda mi vida; salieron más temprano que yo para apartar mesa en un restaurante. La incomoda discusión de la mañana al parecer podría ser sobrellevada el resto del día.
Yo llegué algunos minutos después utilizando aquellos tacones que al principio deleitan pero al cabo de unas horas se convierten en un verdadero martirio; cargando a mi hijo Julián de doce kilos, la pañalera que probablemente pese unos dos kilos, mi bolso de mano medio kilo y una bolsa extra con aquellos regalos y detalles que les compré.
Mi tía Esperanza se peleo con el gerente del restaurante y eso generó que mi abuela se enojara con ella por aquella vergüenza ajena que siempre se planta. Mi tía Mercedes, la consentida de mi abuela por excelencia tiene aquel enorme y horrible defecto que se llama impuntualidad, no se si con el pasó de los años se le ha acentuado más o al parecer yo lo he empezado a notar mas y a tolerarlo menos, pero ella y su hija son de esas personas a las que debes decir: llega a las siete para que lleguen a las diez, si es que deseas que en verdad lleguen a las diez.
Cuarenta minutos de espera después con toda la incomodidad latente, llegaron con su sonrisa y calidez que las caracteriza y que de alguna manera te hace sentir que la espera valió la pena usualmente. Pero con el antecedente para mi no funcionó aquello.
Desayuno: huevos estrellados, rebanada de jamón, fruta, chocolate y una dona. Julián comió solo la rebanada de jamón.
Saliendo del restaurante tardamos 2 horas y media en poder llegar a la casa de mi tía el tráfico a vuelta de rueda, soportando aquel calor que te apacigua y te atonta peor que una noche de placer. Julián durmiendo y mi prima hablando por teléfono gritando y riendo sin ninguna consideración a su necesaria siesta.
Llegando a casa de mi tía Julián vomitó, fuera del reflujo normal de sus primeros meses de vida nunca antes lo había visto vomitar. Hay veces que este tipo de sucesos novedosos me parecen un acto fascinante y nadie puede entender esto, creen que mis reacciones son de indiferencia cuando en realidad solo observo cuidadosamente los detalles del suceso.
Julián llorando de dolor y todos atacando fuertemente la situación, mis tías, mi prima, mi primo etc; cada quien opinando de la posible causa de su vómito, las palabras volaban una tras otra y para mi era difícil decidir a quien hacerle caso, hasta que una voz interna me dijo: que cierren todos la boca, necesitas a un doctor.
Salí del departamento de mi tía bajando cuatro pisos cargando a mi hijo. Caminé hacía una farmacia cercana donde también dan consultas médicas, a mitad del camino Julián volvió a vomitar, su vomito mancho mi vestido y mis zapatos. Julián nunca se había enfermado del estómago, para mi era algo nuevo y desconocido, inquietante y alarmante. ¿Qué podía hacer? El pánico me abordó inmediatamente, ver sufrir a mi hijo de esa manera, empezar a sentirme culpable por haberle dado ese jamón, por no callar a mi prima que no lo dejó dormir en el auto, por cambiarle su horario de comida aguantando la impuntualidad y la falta de respeto de otros, todo eso me estaba destrozando por dentro. Es aquella voz que siempre intenta vencerme diciendo: eres una tonta, no sabes cuidar a tu hijo.
En el cubículo de espera cargando a Julián, viéndolo palidecer con ese dolor en su estómago recordé esas palabras: Tu mereces felicitación doble. Me vi ahí, sola con mi hijo y entendí que realmente merezco felicitación doble: porque probablemente no haya sido algo sencillo, probablemente me asusté como pocas veces, pero jamás he dejado de estar ahí para el, me ha costado mucho trabajo quererlo, entenderlo, cuidarlo, protegerlo, sacrificar mis sueños y más ahorita estando sola, pero ya no concibo mi vida sin el. Y a pesar de los malditos tacones, de el olor a vómito y del enorme enojo que tenía en contra de mi familia, yo estuve abrazando a Julián todo el tiempo consolándolo.
Una hora más tarde después de haber tomado su medicamento Julián recupero su semblante normal, su alegría, su sonrisa sincera, me dijo mamá y bailó conmigo y quizá solo sea mi mente pero quiero hacerme a la idea de que el se dio cuenta de que yo no lo dejé sufrir. Quiero recordar eso, recordar que de algún misterioso lugar de mi ser puedo sacar fuerzas para estar con el.
He llegado a casa, sigo oliendo a su vómito y no puedo parar de llorar porque me he dado cuenta de que soy una buena mamá.


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